EL PUNTO Y LA COMA

Una vez un punto conoció a una coma, cruzaron palabras y de ahí nació una larga conversación. Todo andaba de maravilla hasta que empezaron a surgir desacuerdos. Ella quería hablar y hablar poniendo una coma tras otra, y él sentía que le faltaba el aire, por lo cual recurría a pequeños intervalos para cortar la avalancha. La coma se sentía abruptamente interrumpida y encorvaba su espalda. Del disgusto se pasó a la discusión y un día ocurrió una agria disputa.

–¡Coma! –pedía ella.

–¡Punto! –respondía él.

–¡Coma!

–¡Punto!

–¡Coma!

–¡Punto!

–¡Coma!

–¡Punto! –recalcó él para dejar en claro el suyo.

Foto: rawpixel.com / GAG

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Ella se encogió agobiada y el punto sintió que finalmente podía respirar, pero solo fue por un breve momento.

–¡Y coma! –se sacudió ella sin darse por vencida.

–Esto es ridículo –protestó él–. Tenemos que hallar un modo de comunicarnos en el que ambos nos sintamos cómodos.

–A mí me encanta hilar palabras –dijo ella.

–Y a mí cerrar las ideas y hacer pausas más largas.

–En cambio a mí me fascina hacer pausas pequeñitas.

–¿No te has dado cuenta de que a veces tus pausas se pueden sentir como un pequeño punto?

–Pues, lo mismo digo de tus puntos. A veces siento que no deben ser tan largos.

–¿Y qué quieres? ¿Acaso crees que la solución sea hacer un punto más grande y otro más pequeño para diferenciar las pausas?

–Tal vez. En todo caso yo no voy a cambiar mi forma –enfatizó ella–. Soy hermosa así como soy y así me conocen. No puedo ponerme enorme porque entonces parecería un paréntesis y tampoco demasiado chiquita porque nadie me vería. Es más, me confundirían contigo.

–Te precias de ser una curva, pero no eres flexible. Además, me llamas “rígido” y “tajante” y no ves lo limitada que eres.

–¿¡Cómo puedes decir eso!? –protestó la coma.

–Yo he puesto todo de mi parte para entendernos. He sido comprensivo cuando quisiste decir todo lo que querías y te serví como un punto y seguido. De igual forma, cuando quisiste espacio te ofrecí mi punto y aparte. ¿Y tú que hiciste? Lo mismo de siempre. Volver a hablar y hablar y hablar.

–Lo que pasa es que eres celoso porque no tienes la misma capacidad de argumentación que yo.

–Querrás decir capacidad de cháchara.

–¿¡Cómo te atreves!? –replicó ofendida.

–Es la verdad, no quieres ver tus limitaciones.

–¿¡Limitaciones!? Yo soy quien permito el diálogo, soy quien deja que fluyan las palabras, que se digan todas las cosas sin interrupciones, que la historia continúe. Tú, en cambio, quieres cortar siempre todo.

–¡Somos signos! Eso es lo que hacemos –expresó frustrado el punto.

–¡Pues toca hacer uno distinto para entendernos! –manifestó ella.

–¡Tengo una idea! –expresó él.

Los dos se miraron y exclamaron al tiempo:

–¿¡Y si juntamos ambos!?

–¡Estupendo! –festejó él–. Hagamos un signo que sea pausa, y que actúe a la vez como una especie de punto y seguido.

–Sí, sí –saltó ella emocionada–. ¿Y cómo lo llamamos?

–Supongo que punto y coma.

–¿Y por qué el punto tiene que ir primero?

–Por simple dinámica –explicó él–. Yo cierro y tú abres. Si tú abres y luego yo cierro, se interrumpe el flujo.

–¿Te das cuenta de que yo siempre soy la que permite el diálogo? –se ufanó la coma.

–Como quieras –respondió el punto–. El hecho es que este nuevo signo servirá para que las ideas sean entendidas de forma más clara y efectiva.

–Me parece bien. ¿Y cómo lo vamos a distinguir? ¿Qué forma le daremos a nuestro hijo? –la coma alzó su cabecita de modo inquisitivo.

–No sabía que habíamos llegado a ese punto –comentó sorprendido él.

–Tú siempre tan cerrado –expresó ella meneándose.

–No pensé que todo esto iba a ser tan rápido –la miró redondo.

–¿Quieres que hagamos un punto y aparte para hablar de eso? –le preguntó ella con ironía.

–No es necesario. Puede ser seguido –le respondió él con una sutil indirecta–. Lo importante es que estamos en la misma página. Ahora tenemos que ponernos de acuerdo en la forma.

–¿Y por qué no lo dejamos al azar? Dejemos que fluya todo –volvió a menearse ella.

–Me refiero a que debemos mantener todo dentro de una línea vertical. Deber ser una forma compacta para que el resultado sea preciso.

–Tú siempre tan esquemático.

–Trato de simplificar las cosas, eso es todo.

–Bueno, ¿y cuál es tu idea?

–Opino que, como es punto y coma, yo propongo ir arriba y tú abajo.

–¿Pero eso es dominación? Tú eres muy pesado y a mí me gustaría estar arriba también.

–Mi querida coma, ¿acaso no te has dado cuenta de que tu curva nace de un punto? Siempre has llevado uno encima.

Ella se arqueó con expresión de asombro.

–Ahora entiendo mis dolores de cabeza –se lamentó.

–No te preocupes, pocos se dan cuenta. Todos se enfocan en tu curvilínea figura.

–Eso lo dices por halagarme solamente.

–Viniendo de un punto, creo que más que halago, es admiración.

Ella se sonrojó.

–Aun así no me gusta la idea de tener dos puntos encima –reclamó la coma.

–¿Y qué me dices de mí? –argumentó él–. No solo dejo mi lugar de siempre al pie del renglón, sino que ahora quedo flotando, y además, con una cola debajo.

–Ja, ja, ja, pues te luce. Te da más flexibilidad.

El punto y la coma se pusieron de acuerdo y tras aquella creación continuaron con su inseparable relación. Fueron artífices de innumerables historias y entrelazaron una amistad que, según dicen los paréntesis, se convirtió en algo más que eso. El amor fue una feliz consecuencia, y gracias a aquel simpático hijo, conformaron una familia muy unida.

Cuentan también los paréntesis que, tras un tiempo de andar juntos, aquel hijo comenzó a volverse una extensión de su madre. Las palabras entre ellos no conocían el fin, con lo cual obligaban al padre a hacer uso de su ineludible freno. Cansados de ser coartados, madre e hijo fueron a reclamarle al punto que aportara a la familia algo más que una simple contención.

El punto, conociendo sus limitaciones en materia de largos discursos, empezó a narrarles historias tejidas a base de frases cortas. Cada segmento era un ejemplo de síntesis que, sin embargo, daba espacio a la imaginación y poesía. A veces pedía prestados los signos de ella y de su hijo para integrarlos a la narración y ellos participaban extasiados. Sin embargo, el punto tenía un estilo particular que los volvía locos.

–Detesto cuando dejas las historias inconclusas –le replicó un día la coma.

–Sí, papá –la secundó el hijo–. No sabemos si tu historia termina o si hay más.

–Pensé que la intención que pongo era suficientemente sugestiva –explicó el punto.

–No sabemos qué esperar –expresó la coma.

–Justamente eso es lo que quiero –indicó él–. Lo hago adrede para dejar finales abiertos, para que ustedes imaginen diversos escenarios.

–Deberías avisarnos –dijo el vástago–. No sé, indicarlo con algo que sea más visible, algo que marque esa intención.

–Está bien. Creo que ya lo tengo.

–¿Qué vas a hacer? –preguntaron madre e hijo.

–Ya lo verán.

Desde entonces, y cada vez que el punto quería dejar un final inconcluso, se triplicaba a sí mismo.

Y ese fue el origen de los puntos suspensivos.